Sin transparencia no hay verdadera democracia [1]
Por Miguel Ángel Blanes, Doctor en Derecho. Letrado de la Diputación de Alicante. Abogado del Síndic de Greuges (Defensor del Pueblo) de la Comunidad Valenciana.
Los ciudadanos no pedimos más medidas contra la corrupción para lograr la tan anhelada regeneración democrática. Ya hay suficientes. Queremos que se cumplan. De nada sirve tener las normas más avanzadas y ambiciosas contra la corrupción y a favor de la transparencia si luego éstas no se aplican o si los medios judiciales para conseguir su aplicación no funcionan porque son desesperadamente lentos o muy costosos en términos temporales y económicos.
Sigue faltando lo más importante, que exista una verdadera voluntad política de ser transparente. Y esta actitud no siempre existe. Desde luego, sin la constante presión de la ciudadanía, nunca se va a conseguir cambiar la actitud de las autoridades, funcionarios o entidades que gestionan los fondos públicos.
El reto está servido. El conjunto de la ciudadanía debe ser consciente de la importancia que tiene para su vida diaria y los beneficios que pueden obtener si exigen transparencia a las entidades que manejan fondos públicos: se reducirá la corrupción y se evitará el despilfarro de nuestro dinero.
En otras palabras, se podrán tener más y mejores servicios públicos con menos impuestos. La democracia no consiste sólo en votar cada cuatro años, sino en participar en la gestión del dinero público todos los días del año.
La principal característica de la transparencia es su estrecha e indisoluble vinculación con la esencia de la democracia.
La transparencia es un presupuesto indispensable del Estado de Derecho en cuanto posibilita el control y la rendición de cuentas en todos los ámbitos de la gestión pública. La democracia sin control no es democracia.
El “derecho a la transparencia” forma parte de la tercera generación de derechos del hombre, y engloba, a su vez, los siguientes derechos:
a) El derecho a saber: los ciudadanos tienen el derecho a saber qué ocurre en el interior de los poderes públicos que están a su servicio.
b) El derecho a controlar: si se conoce la actuación de los poderes públicos es posible controlar la legalidad y la oportunidad de las decisiones que se adoptan, pudiendo saber además cómo se utilizan los fondos públicos y cuál es su destino.
c) El derecho de los ciudadanos a ser actores y no sólo espectadores de la vida política.
En la actualidad, no hay problema en publicar la información que el ciudadano necesita para pagar impuestos o cumplir con sus obligaciones. Más difícil es conseguir que se publiquen los datos económicos que permitan a los ciudadanos comprobar el destino efectivo de los ingresos obtenidos con los impuestos para evitar su conocimiento por la opinión pública, y con ello, las críticas sobre posibles casos de despilfarro o corrupción.
El acceso a la información que resulta comprometida, como por ejemplo el coste final de los contratos administrativos, el empleo o destino detallado de los fondos públicos, las subvenciones concedidas, el gasto de los sueldos, dietas y viajes de los representantes políticos o autoridades administrativas, la financiación de los partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales, o las listas de espera -sanidad, vivienda, bolsas de trabajo, etc-, presenta muy pocas dosis de transparencia.
Otra de las “excusas” perfectas que se utilizan para impedir la transparencia de la actuación de los poderes públicos es la frecuentemente invocada necesidad de proteger los datos de carácter personal. En realidad, el derecho a la intimidad de las personas se está utilizando con demasiada frecuencia como escudo perfecto para transmutar la democracia abierta en una democracia opaca y oscura.
Las medidas contra la corrupción y a favor de la transparencia no son suficientes. Es necesario que todas las entidades financiadas con fondos públicos cambien su forma de ser y de actuar. Ello va ligado con la mayor o menor cultura democrática de un país. La “cultura de la transparencia” debe emprender una lucha diaria y sin descanso contra su eterna enemiga, la “cultura del secretismo y la opacidad”.
Los ciudadanos hemos pasado más de 35 años desde la aprobación de la Constitución Española de 1978 sin ninguna ley que regulara con carácter general la transparencia y el acceso a la información pública. Ahora, de momento, al tiempo de escribir estas líneas, tenemos una ley estatal, diez autonómicas ya aprobadas y numerosas ordenanzas municipales. Ojalá este aluvión de normas no oscurezcan la indispensable transparencia.
A pesar de que la transparencia es esencial en un Estado Social y Democrático de Derecho, la nueva Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno (en adelante, LTAIP), así como las diez nuevas Leyes autonómicas aprobadas hasta el momento resultan insuficientes por las siguientes razones:
a) El derecho de acceso a la información pública sigue sin ser reconocido como un derecho fundamental;
b) Los límites o excepciones al ejercicio del derecho de acceso siguen siendo muy numerosos, amplios y ambiguos;
c) No están sujetas las entidades privadas que prestan servicios de interés general o concesionarios de servicios públicos (luz, agua, gas, telefonía, etc.);
d) El silencio administrativo es negativo -salvo en la comunidad navarra, catalana y valenciana-, por lo que la mayoría de las solicitudes de información comprometida continuarán sin contestarse;
e) La nueva LTAIP se aplica de forma supletoria en todas las materias que tengan una normativa específica (urbanismo, medio ambiente, servicios sociales, sanidad, educación, etc.);
f) Se contempla una entidad encargada de resolver las reclamaciones en vía administrativa que no tiene independencia política y cuya falta de resolución también es negativa;
g) Y, finalmente, lo que en mi opinión es lo más trascendental, no se adoptan medidas para mejorar la protección jurisdiccional del derecho de acceso a la información.
Finalmente, después de analizar todas las intervenciones parlamentarias, resulta desolador comprobar que algunos partidos políticos se negaron a que el derecho de acceso a la información pública fuera reconocido como un derecho fundamental porque ello implicaría su regulación por ley orgánica y la exclusión de las competencias autonómicas en la materia y, por ende, la imposibilidad de aprobar una ley de transparencia propia.
Ello está dando lugar a una indeseable “proliferación normativa” que, en mi opinión, complicará de forma relevante el ejercicio del derecho de acceso a la información por parte de los ciudadanos al tener que enfrentarse a la posible aplicación, en su caso, de tres normas -la LTAIP, la correspondiente ley autonómica de transparencia y la ordenanza municipal-, además de las regulaciones especiales contenidas en la normativa sectorial que sea de aplicación.
______________________________
[1] Artículo redactado por Miguel Ángel Blanes Climent. Doctor en Derecho. Letrado de la Diputación de Alicante. Abogado del Síndic de Greuges (Defensor del Pueblo) de la Comunidad Valenciana.